Estaba en Villalba hablando por teléfono, cuando un balón pequeñito rodó hacia mí. Evidentemente me lancé en pos de él, lo paré y se lo devolví al niño de turno que dijo gracias... y al levantar la mirada y verme gritó: ¡¡¡¡Hoooolaaaaaa!!! Girando la cabeza, le explicó a su compañero de juegos: ¡Es la del teatro en inglés! Y otra vez a mí con una gigantesca sonrisa de sandía: ¡¡¡Tú eras el Lobo!!!! ¿A que sí? Y yo: ¡Sí, era yo! Me puse colorada porque yo no me acordaba de él, lo cual es lógico porque fueron 5 actuaciones x 50 niños = 250 niños. Qué bien que nos hayamos visto, le contesté, si es que era un bomboncito con ojos el chaval. Y él, sin saber muy bien qué hacer, me preguntó: ¿Quieres jugar al fútbol? Decliné la apetitosa invitación y me alejé pensando en la manera ilusionada en la que me había hecho esa pregunta. Igual que a mí me dió apuro no reconocerle, parecía como si a él le hubiera dado apuro... no invitarme antes a jugar al fútbol. Es que me lo como con patatas... ¿Cómo pueden ser tan monos? A veces, cuando estoy trabajando y tengo ante mí a 20 niños preciosos de 4 años (o de 16, lo mismo me da) no puedo dejar de preguntarme cuál de ellos acabará en la cárcel, si alguno matará a otro ser humano a lo largo de su vida, y todo tipo de macabreces semejantes que me hacen querer transmitirles todo mi amor, para que hagan el camino de su vida como ellos quieran y aprendan a elegir.
Esperma del mundo: acude a mí y dame retoños diminutos y retoñas pequeñitas que iluminen este planeta.
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